jueves, 7 de marzo de 2013

Supay: la deidad andina incomprendida

Para María Rostworowski el mundo andino en el siglo XVI era tan incomparable y único que no lograba ser comprendido por los conquistadores. Según Enrique Cuentas Ormachea los europeos hallaron a los naturales venerando deidades que desde la mentalidad hispánica eran demoníacas. Luego de amplios debates decidieron cristianizarlos y empezó la búsqueda de deidades americanas que pudieran ser identificadas en la iconografía cristiana. Así, se pretendió identificar la Pachamama con las vírgenes europeas sin tener en cuenta que la divinidad nativa tiene más relación con el lugar donde era enterrada una “virgen aqlla” y que se trata de una abstracción de la tierra en un sentido maternal y de fecundidad.

Identificado con el diablo

El “Supay”, a raíz de su principal característica: vivir en las profundidades o “manka pacha” como un ser clandestino, desde el enfoque cristiano, fue identificado con el diablo. Empero, en la cosmovisión andina no existía la concepción de situar todo lo malo debajo de la tierra y lo bueno por encima. Otra diferencia notable: el “diablo” europeo en esencia simboliza el mal; por su parte, el “supay” en “su actitud frente a los devotos no está inspirada por un cálculo moral, sino por su propia “hambre”. Los del manka pacha necesitan comer, y si tienen mucha hambre o si las ofrendas brindadas por la gente fueran insuficientes, son capaces de “comer” (hacer enfermar o morir a alguien), o en caso contrario, curar.

Originalmente el “supay” es concebido desde diversos planos; unos identifican este ser con las almas de los condenados, “gente antigua” que interviene en las cosechas y “dueño de los minerales de la tierra”. En las comunidades Laymi se identifica al “supay” con las almas de los “condenados”, mismas que en su vida terrenal habrían sido delincuentes. También es relacionado con los “chullpa jaqi”, gente antigua ligada con los “achachilas” que controlan la agricultura a través del dominio de las lluvias.

En el ámbito minero rural, el “supay” es considerado el “dueño de los minerales”, el “Tío”. Tristan Platt manifiesta que se encuentra muy cercano a “wari”, patrón de los mineros. La suposición nace por las similitudes que tiene la descripción de este antiguo dios con la visión del “supay”. Pero Julia Fortún rebate tal versión señalando que la apariencia actual del “tío” se debe a influencias europeas, no siendo su aspecto del todo original.

Fray Domingo de Santo Tomás, en su diccionario Lexicon, señala que el significado de “supay” en quechua es “genio”, “ángel bueno o malo, demonio o trasgo de casa”. Además, existirían diversos tipos de “supay”: los supaykuna, buenos o malos (alli supay y saxra supay, correspondientemente); también sexuados (orqo supay, hombre, y china supay, mujer).

La diablada

Un estudio sobre el “supay” quedaría incompleto sin mencionar la diablada. El baile con sus características actuales se bailó y consagró por primera vez en Bolivia el año 1789. La lógica de la danza se remonta al siglo XVI; Cuentas Ormachea, citando la referencia del Padre Diego Gonzales, afirma que nace presumiblemente en Juli (Perú), donde los evangelizadores al ver la aptitud de los indios para el baile, con el fin de adoctrinarlos, les enseñaban la danza catalana “Ball des Diables” (Baile de diablos), en la cual se representa la lucha del bien contra el mal y los siete pecados capitales.

Si bien podemos asumir lo indicado como hipótesis, no es el tema central aquí discernir respecto a si la diablada es íntegramente india o proviene de un trasplante hispánico, en todo caso podríamos pensar más en un “sincretismo”.

El tío y la ch’alla

La situación reciente del “tío” podemos entenderla a través del balance realizado por June Nash en los altibajos de su ceremonia principal, la ch’alla.

Desde la fundación de la República, el culto al “tío” a través de la ch’alla era estable hasta la época posterior a la revolución de 1952, cuando incluso se llegaban a excesos después frenados por el Gobierno de René Barrientos. Antes de la intervención se tenían noticias de que las minas aparentaban ser más cantinas que lugares de trabajo.

Si bien durante el Gobierno de Barrientos se quiso reprimir todo intento de unificación de los mineros prohibiendo la ch’alla dentro de las minas por considerarla cuna de conspiración, en 1970 la situación se revirtió pues la ch’alla al “tío” era fomentada incluso por la Comibol. Sin embargo, las administraciones de las minas se tornaron indecisas y dudaron en patrocinar ritos como el k’araku, rito en el cual se sacrificaba una llama derramando su sangre en veneración a la Pachamama. Cuando se permitía el rito, la administración de las minas regalaba ropa, licos, coca y t’inka; los mineros, por su parte, ofrecían a la administración el mineral más rico llamado achura, además de hacer la ya mencionada ch’alla.

Con la privatización de las minas, se fomentó el individualismo de los trabajadores y la veneración al “Tío”. Otras costumbres se fueron debilitando, sin que esto signifique su completa desaparición.

Un altar en la autopista

Un apunte final. En agosto de 2011, trabajadores de la Administradora Boliviana de Carreteras quitaron de la “curva del diablo” la piedra en la que aparecía una imagen que los devotos del icono atribuían al “tío”. Ésta se había convertido en un altar, donde acudía mucha gente a pedir “favores” y venerarle con sus ofrendas. Las reacciones fueron más o menos diversas pero resaltaron dos tendencias.

Unos, que habían mostrado siempre su condena a tal devoción, mostraron su alegría por considerarla un lugar de reunión para la delincuencia que pedía protección al diablo para sus fechorías o ritos “satánicos”. Los otros, sumamente indignados, reclamaban el hecho como una afrenta a la cosmovisión indígena que recordaba las extirpaciones de idolatrías de la época colonial. Sin embargo, estas posiciones parten de fundamentos puristas que no necesariamente comprenden nuestra complejidad cultural contemporánea.

El termino “ch’ixi”, quizá sea el más conveniente para este caso, fue trabajado por la socióloga Silvia Rivera. En aymara, “ch’ixi” significa “algo que es y no es a la vez”, una lógica de un tercero incluido. Un color que de lejos parece gris pero que al acercarse se distinguen sus componentes blanco y negro, los cuales a la vez son y no son. Concepción alternativa al mestizaje que encubre profundos matices homogeneizadores.

Es decir, resulta algo ingenuo considerar que después de siglos de contacto colonial, lo europeo y lo indígena permanezcan puros. Pero tampoco podemos apoyar fácilmente la lógica hegeliana que desde su dialéctica entiende que el acercamiento de estas culturas produzca mestizaje.

Los ritos en la “curva del diablo” evidencian el fenómeno ch’ixi. Los que ahí se congregan, son y no son a la vez, un abanico de personas que recuerdan las adoraciones al “Tío”, y también están aquellos que “sencillamente” buscan pactos satánicos. Recordemos solamente el caso del Clan D detenido el año pasado por la Policía con evidencias de haber sacrificado vidas humanas para rendir pleitesía a la deidad. Nuestra realidad cultural ch’ixi merece pues un análisis que se aleje de los simplismos.

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